lunes, 31 de mayo de 2010

Duda dolorosa. Introducción


Nunca lo conté acá, no al menos linealmente. Pero algo dije sobre tocar el piano. Y no mucho más.

Tengo fotos a los 8 meses sentada en mi sillita de juguete con los auriculares puestos (éstos más grandes que yo). Tengo foto robando cassettes y un recuerdo sobre el misterio enorme que me generaba el equipo de música. En esa época los equipos de música eran aparatos gigantescos, para los cuales debía construirse un mueble que, a mí, me resultaba colosal. Al año y medio de vida, el único estante a mi alcance era el primero, ahí donde estaban los discos de vinilo. Y hasta hoy guardo en mi memoria esas imágenes: las tapas de los discos de Beethoven y Mozart elegidas por sobre las demás.

Mi mamá cuenta que, de bebé, me llamaba la atención la música de las publicidades de televisión.

En mi casa no había instrumentos musicales. Mi abuela paterna era pianista, y aparentemente una muy buena, pero no llegué a conocerla. Sólo la recuerdo vieja y enferma. Mi vieja estudió piano, pero sus padres nunca pudieron comprarle uno. Hoy por hoy, tengo un primo baterista, dos guitarristas y uno trompetista. Mi viejo decía jocosamente que es "un virus que anda por la familia"

Ya en jardín de cinco, en la salita de música de mi escuela había un piano de cola muy hermoso. Cada vez que ese piano sonaba, yo oscilaba entre la fascinación total y el deseo desmedido de que la maestra me dejase tocarlo. Y eso una vez sucedió: un día la maestra dijo que nos dejaba tocar el piano a todos, sólo si pasábamos ordenadamente de a uno y a condición de que, luego de tocarlo, le explicásemos lo que habíamos hecho...

Y ahí estaba yo, haciendo la fila que iba hacia mi turno de tocar el piano. Mi cabeza estallaba de deseo pero también explotaba de tensión: me sentía presionada a "explicar algo" después de tocar. Pero nunca había tocado un piano en mi vida. No sabía lo que iba a sonar debajo de mis dedos y, por lo tanto, no podía inventar, no podía preparar una explicación a priori. Me enfrentaba a lo imprevisible. Quería lograrlo todo: tener el placer de tocar el piano y quedar como la mejor alumna con la mejor explicación. Así que ahí estaba yo, librando una lucha intestina en mi interior por tenerlo todo. Oscilando entre la impaciencia de que por fin llegase mi turno y la necesidad de tener más tiempo para pensar.

Antes que yo pasaron varios. Todos hacían incoherencias y salían rápido del piano, supongo que frustrados por no haber logrado articular una explicación sobre lo que habían hecho, claro. Y ahí seguía yo esperando, queriendo destacarme, necesitando la atención de la maestra y emanando humito de la cabeza. Hasta que llegó el turno de Adrián, hijo de padre músico y compositor.

Adrián tocó todas las teclas, del grave al agudo. Impuso presencia y, al contrario de los demás, se tomó su tiempo para recorrer todo el teclado. Cuando terminó, y frente a la pregunta de la maestra, dibujó esto:


"seño, yo hice un oso que se fue transformando en pajarito"





Un genio. Lo odié. Lo odié todos estos años hasta ayer. Me robó mi momento. Me robó mi explicación. Derrotada, abandoné mi esfuerzo mental que buscaba un speech y simplemente aguardé mi turno. Vergonzosa y sumisa, toqué teclas aleatorias, y, no queriendo robarle tiempo a la seño, no dije nada y me quedé con ganas de más.


No supe ser como él. No supe imponerme y tomarme mi tiempo para hacer lo que deseaba (que era tocar todas las teclas, pero éramos muchos y eso significaba abusar del permiso para que todos pudiéramos tocar) Por pudor, por escrupulosa y correcta, mi primera experiencia con el piano fue algo así como una relación sexual en donde no acabás y te dejan plantada.


Y todavía sigo buscando ese momento que no fue. Por él sigo en movimiento.